A Lola le pasa como a su abuela: habla con las manos. Esta mujer menuda y sonriente narra su historia y canta y llora y se quiebra y se alegra y se asusta. Lo muestra con los pies, con los ojos, también con las orejas. “Eso mismo le pasaba a mi abuela Dora”, concluye. Lola tiene 49 años, su nombre real no es Lola y llegó hace algo más de un año a México. Llegó aunque ella no quería llegar. Tuvo que salir de su país, Honduras, escondida en un costal, después de ser perseguida y encañonada por las maras. Entró en México por el sur, como cientos de miles, y lo primero que conoció del país fue una caseta de perro. Cautiva también por los carteles mexicanos, la entrada en Ciudad de México fue una supervivencia pero también una tristeza. Sin dinero ni trabajo ni gente conocida, sin sus hijas ni sus nietas, sin baleadas ni punta. Estaba viva, sí, pero no tenía nada. Después de meses de estrés postraumático, en el Centro de Atención Integral (CAI) que Médicos Sin Fronteras tiene en la capital, Lola cuenta su historia y lo hace como lo haría su abuela.