
Desde los tiempos de la independencia las constituciones políticas en América Latina se escribieron en un lenguaje a la vez sobrio y solemne, en el que resonaban los ecos de la declaración de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre” proclamada en Francia por la Asamblea Nacional en 1789, resumen de todo el espíritu de la Ilustración; y se articulaba el Estado democrático en base a la clásica división de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, herencia del pensamiento de Montesquieu y de la ejemplar Constitución de Estados Unidos votada en 1787 en la Convención de Filadelfia.